‘Una ancestral magia olvidada’

Este pasado día del libro salió a la venta Celuloide y seda: Iconos del estilo en el cine – un libro de Doc Pastor sobre cine y moda (como bien puede acertarse en el título). El prólogo lo llevó a cabo la actriz Mónica Aragón, yo me encargué del epílogo, titulado ‘Somos lo que vestimos’. Podéis leerlo una vez adquiráis el libro o de estrangis en la Fnac.

El caso es que ‘Somos lo que vestimos’ fue la seguna opción para el epílogo. Mi primera redacción, ‘Una ancestral magia olvidada’, quedó en el cajón-metafórfico-que-es-una-carpeta-en-el-disco-duro-de-mi-ordenador… hasta hoy.

Epílogo: Una ancestral magia olvidada

Hace unas semanas una poderosa melancolía se apoderó de mí y revisioné por enésima vez Cantando bajo la lluvia. Qué maravilla de película.

Como todos recordaréis, ya que todos la habéis visto (y, si no, debéis cerrar este libro al instante y volver a abrirlo una vez os hayáis deleitado de su magia), la película comienza con la secuencia en que la estrella de cine Don Lockwood (Gene Kelly) y su fiel amigo Cosmo (Donald O’Connor) llegan al estreno de su nuevo largometraje, The Royal Rascal. Esta escena se sitúa, como ha de hacerlo, en la alfombra roja del Chinese Theatre de Hollywood Boulevard, literalmente un templo consagrado al séptimo arte.

Después de haber visto tantas veces esa escena, y sin necesidad ya de prestar atención a los diálogos, mis ojos se centraron en la caracterización de los personajes y entornos. Los años veinte, la boca de la Era de Oro de Hollywood, ¡qué clase! ¡Qué glamour, qué gente tan bella! Esa forma de vestir los trajes y colas de seda, y sombreros, y plumas, y calzado, y brillos, y capas… Por aquel entonces las estrellas de cine lucían realmente en honor a su nombre.

Estrellas encarnadas en hombres y mujeres acudiendo a un templo consagrado a una magia ancestral – la magia de la narrativa, de hacer real y en común la ficción en nuestra imaginación.

En esto fue en lo primero que pensé cuando tuve que ponerme manos a la obra con este epílogo: no debía ser nada más que un pequeño ensayo para acabar una obra, que complementara otra de muchas perspectivas acerca de la relación entre el celuloide y la seda. Pero que fuera significativo.

Tras darle un par o cientos de vueltas, nació la pregunta que, probablemente, siempre me había formulado: ¿dónde han ido a parar todo ese glamour y toda esa magia en el cine?

No malinterpretemos. Hoy un estreno sigue siendo motivo para vestir de gala – pero el objetivo de esa vestimenta ha cambiado. Y es que esas personas no se atavían de sus mejores prendas por ir a ver una película, visten sus mejores galas porque los medios van a ir a verles a ellos. Ir al cine ya no es motivo de respeto. Hemos convertido un ritual en una aburrida tradición.

Hace apenas un siglo, explican nuestros mayores, los jóvenes se pasaban horas acicalándose para reunirse un domingo por la tarde cada tantos meses e ir al cine. Y es que no solamente significaba una oportunidad de salir de la rutina diaria, o un motivo social, sino que suponía un recuerdo imborrable y todo debía ser perfecto.

“Recuerdo cuando mi tía me llevó a ver Tarzán de los monos”, “el vestido que me pusieron cuando me llevaron mis padres a ver al ratón Mickey y Blancanieves y los siete enanitos”. Hace menos de cien años no hacía falta ser una gran estrella de Hollywood para brillar a la hora de sentarte ante la pantalla de plata. Porque, a veces olvidamos, el cine era la nueva magia. Una magia de la que ya nos sabemos los trucos y que ya no nos llama la atención, puede ser. Pero es magia al fin y al cabo.

La magia de hacer real aquello que no lo es. ¿Cuándo perdimos el respeto por la magia?

Explicar historias siempre ha sido motivo de respeto. Antes de que aprendiéramos a escribir, ya reuníamos a nuestras gentes y cubríamos las paredes mediante pinturas rupestres que han permanecido con nosotros hasta hoy. Las historias representaban costumbres y definían cómo éramos.

Los inuit del norte de América, mucho antes de la llegada de los conquistadores, vestían ropas de colores y se representaban a sí mismos como animales y dioses de la naturaleza, reuniéndose para contar las historias de quién y por qué eran quienes eran, y con cada miembro de la tribu ataviado en honor a esa tradición. Las historias nos mostraban nuestro sentido en la vida, y educaban en valores y sociedad.

Cuando nació el teatro y más tarde la ópera, continuamos acudiendo a los templos con respeto. Respeto por ver a Julio César caer de nuevo, y las Valkirias cabalgar el Bifröst hasta el campo de batalla. Porque cuando se cuenta una historia, se hace real – y ser espectadores de ella no debería ser menos que el mayor de los privilegios. Las historias se convirtieron en un espejo del que tomar nota y reflexionar, acerca de nosotros, nuestro fuero interno, y lo que nos rodeaba.

Y entonces llegó el cine. Y durante casi cien años acudimos a los niquelodeones y carpas, a los campos y salas a postrarnos ante su magia. Las historias eran todo lo que habían sido hasta ahora durante milenios y mucho, mucho más. Eran una ventana a otro mundo.

Pero demasiado pronto perdimos ese respeto hacia ella.

Hoy en esta religión que es el cine, encontramos un templo en cada esquina, y en ese templo más de quince oraciones a la vez, muchas de ellas sin pretensión y que se llevará el viento. Pero no tiene por qué ser así. Durante diez mil años nos hemos engalanado para traer esas historias, e incluso hoy se dedican millones de recursos materiales y económicos en que los personajes de las películas vistan como los entes más importantes que ha visto nuestra sociedad: los porta-historias y cuentacuentos.

Pero nosotros acudimos al multi-cine del centro comercial con lo primero que encontramos en el armario.

Si este escrito ha servido de algo, que sea para recordar la importancia que tienen las historias y, por consiguiente, el cine. Convertir aquello que por desgracia para muchos se ha vuelto un acto cotidiano y recuperar la pasión de sentarse ante la gran pantalla, como lo hicieron nuestros padres y abuelos antes que nosotros.

Porque si ya le hemos perdido el respeto y no nos adecentamos para ir a ver una película, qué será lo siguiente, ¿sentarnos ante el televisor en ropa interior?

Miami Platja – Barcelona, Julio 2016

Mi marca personal y el sentido de esta vida – o un simple «¡hola!»

Hola, muy buenas, y bienvenidos.

He aquí el cuarto paso en la elaboración y búsqueda de mi marca personal. El tercer paso fue hacerme una cuenta de Instagram – podéis buscarme, me llamo igual que en el resto de redes. Ahora, tras ser aceptado en la cada día menos hipster tribu de los que comparten fotos, me toca crear un blog.

Antes de continuar, avisar que esta entrada (y muchas de las que vengan más adelante) serán muy I, me mine: los que me conocen saben que poco me socializo y esta es una gran herramienta para poder abrirme ante el mundo protegiéndome tras la pantalla del ordenador. Haciendo trampas, digamos.

Comienzo un blog por diversas razones. La primera, para cumplir propósito de no-sé-qué-año-nuevo – ya sabéis, cosas que dices hacer y no haces hasta años más tarde, como ver El Padrino. La segunda, para compartir de una vez todo aquello que siempre quiero compartir y que no me atrevo a hacer cara a cara. Y la tercera, y no menos importante, por recomendación de mi amigo y coach profesional Doc Pastor en pos de mi marca personal.

Vamos a aclarar algo el concepto, ya que es la tercera vez que lo menciono: llamamos marca personal como aquello que nos define como persona extrapolado al ámbito profesional. Nuestro trabajo, aquello que ocupa la mayor parte de nuestro día a día (aunque su fin no siempre sea económico) es lo que nos acaba definiendo por naturaleza. Al fin y al cabo cuando te preguntan quién eres, tu profesión es algo que ha de estar dentro de esa definición y, por lo tanto, ha de ser significativo y revelador de tu forma de ser y de estar, de lo que te gusta, de lo que eres hábil y de lo que sientes.

Somos una marca en cuanto a que todo lo que hacemos tiene huella, para bien o para mal, y nuestro producto es lo que nos dará de comer o definirá nuestras relaciones mañana. Trabajar tu propia marca (en lo que haces y por qué, en lo que muestras y cuando, en lo que la gente percibe de ti) es necesario para poder conocerte y estar seguro y bien contigo mismo. Claro, si no estás bien contigo mismo, que eres con quien más rato pasas, tu dirás.

Conocer y aplicar tu marca personal, cual beagle orinando en su esquina habitual, es ahora mismo en mí crucial para conocer el sentido de la vida. Y es que hoy, aunque los Monty Python ya me habían dejado bastante claro lo que todo quería decir, el Dr. deGrasse Tyson me lo ha dejado algo más.

«¿Cuál es el sentido de la vida? Creo que la gente hace esa pregunta bajo la suposición de que el sentido (o significado) es algo que puedes buscar y, claro, encontrar. […] Y no considera la posibilidad de que el sentido de la vida es algo que uno crea.» – Dr. Neil deGrasse Tyson

Esto, explicado a un niño de seis años. Un genio donde los haya. Un hombre al que admirar y del que aprender. Aquí el vídeo.

Pues eso,

besos y abrazos.

Sergi Páez